Para los entendidos del blues, Carlos Reyes es un ícono familiar. Ostenta la imagen del héroe psicotrópico de sombrero y botas raídas que encarna los valores típicos del género. Sin embargo no es un purista; aunque sus canciones evoquen una calidez de antaño y tengan ese gustillo ferroso del Mississippi, en el XIII Festival de Blues y Jazz de la Libélula dejó muy claro que su intención con la música es explorar y no reiterar. Reyes tiene la impronta del músico comprometido: crear lo impensable, matar al padre.
Su proyecto sonoro nos deja una lección: La música puede surgir de lo irrisorio. Un tema que se perfilaba como un blues, de pronto suelta sus riendas y se transforma en un joropo. Pero el joropo también se revela, se torna más oscuro y tras una sucesión incisiva de compases, sin que nos demos cuenta, nos envuelve con su sonoridad estridente. Mi compañero del lado (músico consumado) me susurra: Ahora están haciendo metal.
Muchos pueden ver este atrevimiento musical como una afrenta al buen gusto. No faltó de seguro el blusero ortodoxo que salió del teatro inundado de sinsabores. Otros en cambio, y me incluyo, ven en esta desavenencia un camino de consumación, un trasiego hacia una identidad de género en Bogotá. ¿Si hay blues en Argentina por ejemplo, por qué no puede haber un blues del trópico que siga su propia lógica y evada las imitaciones?
El mismo Carlos Reyes, decía entre líneas, que el blues más que música es un estado anímico. La Killer Band sigue esta premisa al pie de la letra. La puesta en escena prima sobre lo musical, la imagen enardece los ánimos. El baterista, que es una especie de fusible donde se condensa la efusividad de la banda, es el encargado de guiar esos arrojos musicales. Maneja los matices con tal naturalidad, que el espectador recibe aliviado las convulsiones casi religiosas de los músicos, que incluyen como plato fuerte las volcadas cercanas a la epilepsia de Carlos en el piso del escenario.
Sin embargo no hay que olvidar que la destreza histriónica sólo es un ingrediente del consomé. En otros factores, la Killer Band no se muestra tan persuasiva. A veces se nota la inconsistencia entre las letras en español y la armonía musical. Viendo la reseña de la banda después del concierto me encuentro con que Carlos Reyes es un músico forjado en Nashville, Estados Unidos. Sus composiciones en inglés impecables, pero falta mucho terreno para lograr el tono decisivo en nuestro idioma. El tema abajo de la 15 puede ser un buen norte para las otras composiciones, ya que es por mucho la canción más contundente de la banda, su carta de presentación.
Por otro lado hay acierto como el hecho de interpretar los temas en inglés. La voz cavernosa de Reyes, que yo asocié a la Tom Waits, no tanto por su tonalidad sino por esa rabiosa regularidad que no se sale de los cabales, está perfilada para hacer un blues subterráneo y urbano. La Killer Band que prescinde de pomposidades vocales y genialidades instrumentales es una agrupación de ambiente, de esas que acompañan un juego de póker o un plan de robo en un sótano repleto de dementes y ganapanes. En pocas palabras, es el blues como tiene que ser, una amalgama de sonidos en busca de una esencia, algo sencillo pero a la vez trascendental, un gesto ambivalente como el del perro que lame la mano de su amo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario